No me mueve mi Dios para
quererte
el cielo que me tienes
prometido
ni me mueve el infierno
tan temido
para dejar por eso de
ofenderte.
Con estos versos, con
los que comienza uno de los más hermosos sonetos de la lírica española, conectamos
también con el espíritu que preside el Ramadán, mes sagrado musulmán que se
caracteriza por ser un prolongado gesto de amor de las criaturas hacia su
Señor.
Cinco son las esencias
del Islam, cinco los pilares sobre los que se apoya la creencia, la fe, para
rescatar al hombre y ponerle en situación de dar lo mejor de sí mismo: el
tercero de ellos es el Ramadán. Técnicamente podemos decir que es un mes de
tregua, de dejar la vida en suspenso.
Durante 28, 29 o 30 días, nunca más de
esta cifra, el musulmán se abstiene de comer, beber y tener relaciones sexuales
desde el alba hasta la puesta de sol, sumiéndose en un ánimo de confiado
abandono ante el acontecer diario. No hablamos de pasividad o inactividad.
Todos los trabajos que se precisa hacer se llevan a cabo con toda normalidad,
quien ha de cumplir sus obligaciones fuera lo hace, quien dentro lo hace
también, los niños van a la escuela y la vida social continúa, si bien se
desplaza la hora habitual de visitas. Y no podemos considerar pasividad a una contención
que exige un esfuerzo continuo y considerablemente largo; desde luego es un
esfuerzo ‘lúdico’, por decirlo así, exigente y satisfactorio, lleno de esa
energía que se aplica en las cosas que consideramos serias y de verdad nos
importan. No conozco a musulmanes que no reciban con alborozo y cierto temor la
llegada de un nuevo Ramadán. Es una prueba de autodominio, paciencia y
compasión con los demás y, como tal, inquieta e infunde respeto; por otro lado,
el ayunante sabe que ha de romper esquemas, salirse de la rutina establecida,
bucear en las profundidades de su alma para encontrar la perla escondida (no
hay otra) y nutrirla con los nuevos elementos que le proporciona el acercarse a
la realidad desde otro ángulo. Es una eficacísima técnica de contrastes.
Musulmanes de nuevo cuño
suelen alegar una razón fundamental por la que han adoptado el Islam como forma
de vida: la relación Dios-criatura no está mediatizada por ninguna instancia,
es directa, diáfana y todo penetrante, lo cual puede apreciarse en la dinámica
del Ramadán, que es un ayuno gratuito, del que no se ha de dar cuentas a nadie
y que se hace con la intención de complacer a Dios sin más. La enfermedad, los
viajes, distintas incapacidades liberan de esta obligación que los más asumen
como una dulce carga de la que no desean prescindir.
Sin duda alguna, este
mes de ayuno y la costumbre de juntarse para comer después, al anochecer,
cumple una importante función de cohesión social: une en el empeño común,
iguala en el desvalimiento y en la percepción de que nuestras verdaderas
necesidades son pocas y similares. La diferencia está en el equipaje que cada
cual lleve en este viaje y en su mirada, una capacidad que la desintoxicación
producida por el ayuno pone en la mejor de las disponibilidades para
desentrañar los secretos que la realidad contiene.
Una mirada limpia en un
cuerpo renovado. No puede haber en estas cuestiones de fe, obligación o presión
justificada. Nuestro soneto, anónimo, escrito probablemente por un converso del
s. XVI, que vertió en términos cristianos su caudal místico, termina haciendo
una declaración de amor sublime, cuyo único objeto es el reconocimiento del
Amado: la última afirmación de la libertad del hombre; así es el Ramadán.