—Escuchadme, señor —rogó el astrólogo al rey—. Os he procurado gloriosas victorias con mi talismán y no os he pedido más que cuanto me era necesario para poner mis conocimientos a disposición de este reino… Otorgadme como premio, pues, esta cautiva perdida para que su lira de plata me sirva de esparcimiento en mis soledades… Si en verdad se trata de una hechicera, poseo yo conjuros suficientes como para que sean vanos sus malignos esfuerzos.
—¿Quieres más mujeres? ¿Y cómo es eso? —se opuso el monarca, exaltado y casi fiero, a la petición del astrólogo—. ¿Acaso no tienes ya cuantas bailarinas deseas para recrear tus ojos y divertir tus descansos?
—Son bailarinas, señor, sólo bailarinas, como bien decís —dijo el astrólogo—; mas cantantes, ninguna… Y os aseguro que me placería mucho oír una dulce voz que con sus armoniosas canciones relevara mi ánimo del peso que tanto me agobia, el de las horas dedicadas al estudio y a la meditación.
—Mejor harás concediendo una tregua a tus insaciables peticiones de ermitaño solitario —le dijo el rey, inquieto y molesto—. Quiero para mí a esta doncella, en la que adivino placeres y alegrías, y tanto gozo y tamaño regalo como David, padre del sabio Salomón, encontró en la amistad de Abishag la Bienamada…
Siguió insistiendo en su ruego el astrólogo, alegando nuevas razones que no sirvieron más que para acrecentar el disgusto y la impaciencia del monarca. Al fin dejaron de hablar los dos ancianos, ambos con gesto agrio y ojos de furia. El astrólogo fue a encerrarse entonces a su cueva para estar a solas con la desilusión que le había causado la rotunda negativa de Aben Habuz. Mas no tardó mucho en romper su propósito; quiso dar nuevo aviso al rey y aconsejarle que observara cautela y vigilancia sobre tan peligrosa cautiva cristiana. Pero ¿acaso hay enamorado en la senectud que preste oídos a consejos, por sabios que sean? Aben Habuz ya no atendía sino al influjo de su pasión, ya no perseguía otro afán que hacerse grato a los ojos de la hermosa cristiana; quería compensar la juventud que no tenía con las riquezas y tesoros que poseía en abundancia; cuando un anciano se enamora resulta en verdad generoso… No hubo en todo el Zacatín de Granada ricas sedas con que no se cubriese la doncella, ni exquisitas esencias con las que no se perfumara, ni joyas valiosas, ni adornos de puro capricho, que el generoso monarca no pusiera, pródigo y presto, ante ella. Cuanto de mayor rareza y valor llegaba de Asia y de África, pronto lo tenía en sus manos la cristiana. Se crearon para ella, además, los más diversos espectáculos y diversiones, tales como torneos, sueltas de toros, canciones, bailes… Granada fue por aquellos días una ciudad en la que no cesaban las fiestas y la alegría. La princesa gótica todo lo vivía con el aire que es propio de quien tiene por costumbre las excelencias superlativas. Recibía todo cuanto en su honor se hacía como lo que era propio de su rango, y más aún de su hermosura, porque exige la belleza que se le rindan mayores tributos que los que se dan al rango…
Parecía además entregarse a un secreto placer excitando a Aben Hazub para que gastara enormes sumas de dinero, que iban agotando el caudal de su tesoro, para luego aceptar como la cosa más natural del mundo los costosos obsequios, los agasajos delirantes, sin concederles la mínima atención ni aprecio. Con tamaña munificencia, sin embargo, es lo cierto que el generoso monarca no podía jactarse aún de haber hecho cautivo el corazón de la cristiana; es cierto, empero, que jamás lo humilló ella con gesto alguno de desprecio, pero no es menos verdad que nunca le halagó siquiera con una sonrisa. Cada vez que el anciano rey le expresaba su pasión, comenzaba ella a tañer su lira de plata, de la que extraía tan encantadores como místicos arpegios; así se apoderaba del rey la indolencia y quedaba al punto adormilado para caer no mucho más tarde en un sueño profundo del que despertaba vigorizado aunque con la pasión antes encendida ahora esfumada… Sufría en su galanteo, pero en sus letargos gozaba de sueños deliciosos que le esclavizaban aún más los sentidos. Granada se burlaba de su ceguera y de su infatuada pretensión de amante, las gentes de su reino censuraban ya abiertamente aquella actitud por la que gastaba el oro para no obtener más que la música de la lira de plata de la cristiana.
Al final, un claro peligro acabó por amenazar la tranquilidad del monarca y la seguridad de su reino, un peligro del que no avisó el talismán de la glorieta. Estalló una insurrección en la capital del reino y una turba asedió en armas su palacio, amenazando su vida y la de la cautiva cristiana. Latió entonces el corazón de Aben Habuz con la fuerza del espíritu guerrero que lo guió en otros tiempos, se puso al frente de un grupo de fieles y leales, puso en fuga a la turba en armas que lo asediaba y no reparó en medios hasta aplastar contundentemente la insurrección. Restablecida la calma, llamó al astrólogo, que apuraba en su encierro el amargo cáliz del resentimiento… Aben Habuz, sin embargo, le habló en tono conciliador y amistoso:
—¡Oh, sabio hijo de Abu Ayub! Bien hiciste en predecirme los peligros que habría de acarrearme mi amor por la bella cautiva… Dime ahora, tú que tan certeramente adivinas las contrariedades que nos reserva el porvenir, dime qué he de hacer para evitarlas.
—Alejad de vuestro lado a esa infiel cautiva, que es la causa de todo lo malo que os acontece —respondió el astrólogo.
—¡Antes prefiero perder mi reino! —clamó soberbio el monarca.
—Estáis, señor, en situación de perder vuestro reino y a la cautiva —le dijo el sabio.
—No te muestres así de inflexible y colérico conmigo —rogó el rey al astrólogo—; tú, el más sabio de los filósofos, compadécete de mi doble angustia de rey y enamorado, y dispón, te lo ruego, los medios necesarios para preservarme de los males que me amenazan… No me importa la gloria, puedes creerlo, ni el poder; sólo anhelo un dulce reposo… ¡Cuánto me gustaría encontrar un asilo lejos del mundo, de sus pompas vanas, de sus honores, de los cuidados que hay que observar de continuo! ¡Cuánto me gustaría dedicar lo que me quede de vida al sosiego y al amor!
Le miró el astrólogo árabe con los ojos muy abiertos bajo sus pobladas cejas y le respondió así:
—¿Qué recibiré a cambio, si os doy ese retiro al que aspira vuestra majestad?
—Pide tú mismo la recompensa que consideres más justa; ten por seguro que, si está al alcance de mi mano y de mi poder, será tuyo lo que desees… Tenlo por tan cierto como que está viva mi alma.
—¿Conocéis, ¡oh, rey!, la historia del jardín de Irem, unos de los mayores portentos de la feliz Arabia? —preguntó el astrólogo al su rey.
—Algo sé de tan hermoso vergel; muchas de sus maravillas me han sido contadas por labios peregrinos al regresar de La Meca —respondió el rey—. Además El Corán le dedica páginas que titula «El amanecer»… Pero, debo confesártelo, siempre he tenido todo eso por fábulas imaginadas por gentes con una mente muy impresionable; fábulas, nada más, como son los cuentos con que intentan complacerme los viajeros que llegan a mi reino desde países remotos, y aun impresionarme con sus aventuras prodigiosas y con sus no menos coloristas descripciones de lugares que, empero, no aciertan a situar en este mundo…
—Jamás despreciéis, ¡oh, rey!, lo que os cuenten los viajeros, porque sus cuentos envuelven muy valiosos conocimientos revelados en los más recónditos confines de la tierra… Sabed que casi todo lo que vulgarmente se dice y se habla del palacio y del jardín de Irem es verdad… Yo he tenido el gozo de contemplarlo con mis propios ojos. Oíd mi aventura, pues, que en ella encontrará vuestra majestad algo que mucho tiene que ver con lo que me ha sido solicitado… Señor, en los días de mi juventud primera, cuando sólo era yo uno de los muchos árabes de los desiertos, me dedicaba a cuidar con esmero los camellos de mi padre. Una vez, mientras atravesaba el desierto de Ade, se descarrió uno de ellos y no lo encontré… Lo busqué en vano durante días y más días; al final, fatigado, sin fuerzas para seguir, me eché a reposar bajo una palmera, junto a un manantial, y me quedé dormido a la hora del meridiano. Cuando desperté me hallaba a las puertas de una ciudad; entré, recorrí sus calles, sus mercados y sus grandes plazas, pero a nadie encontré allí, todo estaba en completo silencio. Seguí mi vagabundeo por la ciudad, hasta que arribé a un palacio suntuoso que tenía el jardín adornado con fuentes y estanques magníficos; un jardín pleno de flores extraordinariamente hermosas y de árboles pródigos en fruta. Mas seguía sin ver a nadie. Angustiado por aquella soledad tan extraña, me apresté a abandonar el lugar; salía ya por las puertas de la ciudad cuando volví los ojos para verla por última vez… Mas la ciudad, señor, se había esfumado… No vieron mis ojos sino el desierto inabarcable, solitario y silencioso… Caminé un poco más, asombrado, y me crucé al fin con la única persona que veía en mucho tiempo, un viejo derviche que conocía bien las tradiciones y los secretos ocultos en aquellos extraños parajes. Naturalmente, y pues me hallaba grandemente impresionado, le conté cuanto acababa de sucederme.
-Éso que has visto —me dijo el derviche— es el tan renombrado jardín de Irem, una de las maravillas del desierto, pues sólo se aparece muy de tarde en tarde a algún vagabundo o a un viajero como tú, para hacer que goce con la contemplación de sus torres, de sus palacios, de sus jardines extraordinariamente hermosos, de sus árboles frutales tan ricos… Pero muy pronto se desvanece y no queda más que el desierto. Hace muchos años, cuando los aditas moraban en este país, el rey Sheddad, hijo de Ad y bisnieto de Noé, fundó aquí una ciudad llena de esplendores; una vez terminada su construcción, admirando que estaba el rey tanta maravilla, se le envaneció su corazón de por sí orgulloso, y así, engreído, decidió edificar un palacio rodeado de frondosos vergeles que rivalizaron, es verdad, con los que dice el Corán que hay en el Paraíso… Naturalmente, no tardó en caer sobre su obra la maldición de los cielos; Sheddad y todos sus súbditos fueron barridos de la faz de la tierra y su espléndida ciudad y sus jardines cayeron bajo un hechizo perpetuo, que los oculta a la vista de los humanos, salvo en contadas ocasiones como la que tú has tenido la suerte de gozar. Así castigó el cielo la soberbia de aquel rey.
Hizo una pausa el venerable Ibrahim en su relato, y siempre ceremonioso prosiguió: